Nombrar nuestras emociones es el primer paso para poder lidiar con ellas y con nuestro bienestar. Por eso mucho terapeutas nos animan a hacerlo.
Cuando el mago Ged se enfrentó al temible dragón que había liberado, la mejor opción para derrotarlo era conocer su nombre. Sólo así podría dominarlo. Y es que en el mundo de Terramar la magia tiene una lógica: todo y todos tenemos nombre, y quien conozca ese nombre tendrá poder sobre nosotros.
De alguna manera, lo anterior —extraído de la novela de Ursula K Le Guin, Un mago de Terramar—, también aplica a nuestras angustias, preocupaciones, miedos y tristezas: sólo podremos acabar con ellas si las nombramos primero. Y es casi mágico cuando somos capaces de verbalizar aquellas emociones que nos aquejan. Y el alivio crece conforme vamos platicando contexto y los posibles porqués de nuestro estado.
Cuando nombramos algo lo llevamos del caos al terreno del orden, donde puede ser observado y hasta modificado. Pensemos un poco en Frankenstein de Mary Shelley… Dicha creación no solo es algo monstruoso porque trasgrede ciertos valores morales —como por ejemplo, aquél que dice que sólo Dios tiene el control sobre la vida y la muerte—, sino porque no tiene nombre. El doctor Frankestein no le pone nombre a su creación porque lo aterroriza. Y en vez de enfrentarlo decide dejarlo así… es por eso que la criatura se considera un monstruo.
Pensemos también en Harry Potter: nadie quiere decir el nombre de Voldemort porque no quieren invocarlo, porque le tienen miedo. Pero el silencio sólo perpetúa el miedo, eventualmente los protagonistas deberán enfrentarlo. Es por eso que Dumbledore alienta a Harry Potter a nombrar a Voldemort restarle temeridad.
En un ejemplo contrario relacionado con lo divino, encontramos que en la tradición judía el verdadero nombre de Dios no se debe pronunciar puesto que hablarle por su nombre expresa familiaridad y… bueno, estamos hablando de Dios y no de un hijo de vecino, por lo que no podemos ser igualados.
Es por eso que en varios modelos terapéuticos se alienta a los pacientes a reconocer sus emociones para así poder captar con ellas. Por su puesto, luego de esta acción habrá que realizar otros procesos cognitivos para poder desarticular el poder que esas emociones ejercen sobre nuestra conducta pero nombrarlas es el primer paso; sólo así ser hará luz y se separará de las tinieblas.
Una vez que tenemos el nombre que necesitamos habrá que entender su significado y descubrir que emociones y pensamientos están ligados a él y por qué nos generan emociones negativas o por qué nos llevan a actuar de cierta manera. Y así, a partir de la deconstrucción, podemos restarle poder sobre nosotros e incluso podríamos cambiar el nombre o concepto para darle un nuevo sentido.
Para lo anterior es importante tener un interlocutor, alguien que nos escuche o que pueda ayudarnos a verbalizar o entender. Un profesional de la salud obviamente es importante para el proceso pero también es importante platicarlo con alguien de la familia, amigos, o alguien cercano a nosotros. El dolor no tiene por qué vivirse en soledad y no debe hacerse pues de lo contrario nos carcome, nos ensombrece y va acabando con nosotros.
Encontremos a esas personas de confianza o profesionales que nos puedan escuchar para así poder trabajar nuestros problemas. Será por nuestro bien.
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